Nada es definitivo. Las cosas se extinguen con la
misma naturalidad que son creadas. De manera que, la existencia transcurre en
un duelo permanente pero disimulado. En realidad, la permanencia no es más que una breve eternidad, una
duración que tarde o temprano caduca. Fenecen las galaxias y las estrellas que
las regentan, así como también lo hacen todas las manifestaciones de lo
viviente. Incluso las prácticas vitales, productivas y simbólicas más
arraigadas llegan a su fin, siendo reemplazadas por otras no menos finitas. Por
ello, para el sujeto común, la relatividad cuántica no es más que una
revelación de la asimetría del tiempo, esa bestia indomable gobernada por una
causalidad indeterminada y caprichosa.
Después de lo inevitable, cumplido el ciclo ininteligible de la
existencia, sólo queda la nostalgia (de lo que fue) o la esperanza (de lo que
vendrá).
Las propuestas videográficas que conforman esta
exposición comportan distintas respuestas ante la muerte, sus motivos y
consecuencias, abarcando un repertorio diverso que va de lo psíquico a lo
antropológico, de lo ético a lo jurídico, de lo físico a lo técnico. En cada
caso, la fatalidad es alegorizada con rituales póstumos de lamento, añoranza,
resignación o denuncia. Dichas pulsiones
se manifiestas en e l llanto por encargo de las plañideras en Antonio Briceño,
la solemne festividad de un auto
funeral en Gabriela Olivo de Alba, la mortal performatividad de un grafiti
sicarial en Juan José Olavarría), la ingenua locuacidad de un homicida en Juan
Carlos Rodríguez, la reproducción metafórica del levantamiento de un cadáver de
Teresa Mulet o la lúgubre ironía
que acompaña la caducidad de una película fotográfica en Beto Gutiérrez.
Son abras que hablan de un estado post mortem, cuando ya se ha consumado el fin de una persona o cosa, cuando
sólo queda la plegaria, la acusación o la confidencia. En tal sentido, el medio
videográfico comparte aquella condición “crepuscular “ que caracteriza a la
fotografía cuando retiene “fatalmente” una escena. Porque más allá del carácter
cinemático de las imágenes videográficas, el registro de lo acontecido queda
fuera del tiempo dialéctico, sustraído del devenir y limitándose a la duración
convencional que le confiere su pertinencia artística. En definitiva, la imagen en movimiento es un artificio
eficaz pero engañoso que intenta dar vida a lo inanimado. La obra es así la
remembranza postrera de un ritual que ya expiró.
En definitiva, el arte y la muerte mantienen un combate cuerpo a cuerpo,
donde cada quien intenta ganarle la partida al tiempo. ¿Qué otra cosa podría
justificar los festejos del día de
los muertos en la cultura mexicana?
¿Y qué decir de aquellas pinturas colombianas del siglo XIX que solían
eternizar la efigie de las monjas después de su fallecimiento? En el caso de
las propuestas que comentamos, el
video trabaja contra el tiempo, lo fractura, colocando lo acaecido en una
temporalidad paralela que intenta detener lo inexorable. Sin embargo, todo lo
que se puede conseguir con esta estrategia es una inmortalidad ilusoria que
acaba por recordarnos la inescrutable finitud del instante. Queda, si, la semblanza virtual de la
experiencia. Esa es la modesta redención a la que pueden aspirar los mortales,
reivindicados en el documento de su acción.