Domingo De Lucía / “Std Color”

“Std. Color”, muestra individual de Domingo De Lucía, reúne una serie de aplicaciones pictóricas sobre tabla, papel, vidrio, metal y cartón, así como dos instalaciones que reflexionan sobre el color rojo a partir de las relaciones de coincidencia o “no conformidad” química con un patrón o modelo preestablecido. La propuesta se basa en los estudios de laboratorio que suelen hacerse en el campo de la producción industrial para determinar cubrimiento, acidez, textura y resistencia bacterial de los pigmentos.

Luego de varios años dedicados al desarrollo de experiencias de intervención y accionamiento en espacios públicos y artísticos, De Lucía orienta su trabajo reciente a la exploración de analogías sensoriales entre arte y sociedad, en este caso centradas en las nociones de homogeneidad y diversidad, referidas al universo cromático y sus implicaciones simbólicas. Su estrategia retoma algunos preceptos de la historia del arte, particularmente las proposiciones matéricas y el ascetismo visual de la corriente minimalista.

La propuesta se desarrolla bajo la tutela de una matriz reticulada que tiene el doble propósito de racionalizar la experiencia perceptiva y exaltar la uniformidad. En este caso, la ontología de lo pictórico recae tautológicamente sobre los atributos del material, mientras su apreciación y valoración queda supeditada a un régimen codificado que no atiende los valores estéticos o narrativos, sino a la conformidad estricta con las normativas de calidad productiva. Según esta paradoja, la obra parece ser la sustancia cromática que la constituye, pero los criterios que le otorgan o niegan pertinencia son ajenos a su naturaleza.

El problema que aquí se abre no atañe únicamente a las exigencias de la industria del color, pues también afecta los criterios de legitimación del arte pictórico. En consecuencia, el oficio de pintar se diluye en una actividad repetitiva que busca la consecución redundante de un mismo resultado, cuya expresión ideal es la obtención de un color standard. Naturalmente, aquí no se trata de inspiración o de expresión, sino de adscribirse estrictamente a los requerimientos de un código prescrito.

Llegado a este punto emergen otras connotaciones que trascienden los significados estéticos. Y es que más allá de su aparente asepsia, “Std. Color” funciona como un símil de lo real. Todo matiz que se desvía de la norma es desechado de la misma forma en que son reprimidos aquellos comportamientos, gustos y deseos que exceden las regulaciones establecidas. Al final, la pulsión controladora busca siempre la uniformidad, aunque el punto de referencia no sea más que un color.

LISA BLACKMORE. EDIFICIO PROGRESO

Edificio Progreso* / Sagrario Berti

En el grupo de fotografías que conforman la muestra Edificio Progreso, Lisa Blackmore enfoca su atención en el registro de la identidad gráfica de compañías distribuidoras de alimentos (Supermercados Cada o Éxito, por ejemplo); en edificaciones (“La Francia”, “Edificio Progreso”, “Hotel Catedral”, “Torre la Previsora”, “Sambil de la Candelaria”); en uno de los íconos de consumo transnacional, la bola Pepsi ubicada en la Torre Polar II (que en estos momentos está siendo desmantelada); en las fachadas de los museos o en el estropeado y profanado pedestal donde estuvo, desde 1934, el monumento “Colón en el Golfo Triste”, derribado por un grupo de oficialistas, hace seis años, en Plaza Venezuela.

Blackmore, en esta serie, elabora un inventario de edificios ubicados en el oeste de la ciudad a través de sus representaciones gráficas: en las cuadras adyacentes a la Plaza Bolívar, en la avenida Urdaneta o en Plaza Venezuela. Registra aquellos que han perdido recientemente su titularidad por mandato de Hugo Chávez. Al mismo tiempo que Chávez expropia la identidad legal de los comercios, confisca y destruye las referencias iconográficas que forman parte de la subjetividad no solo de quienes viven y trabajan en la ciudad, sino también de aquellos que vienen a Caracas a realizar trámites en los ministerios públicos ubicados en el centro. A través de esas acciones de apropiación, el presidente ha usurpado no solamente la propiedad del dueño, también la memoria inmediata de la clase media y de la clase popular, quienes son, por lo general, los transeúntes del oeste de la ciudad. Quienes buscan trabajo en esa zona, pues es allí donde se encuentran las oficinas de la administración pública, junto a locales comerciales de venta al por mayor, o los que van al oeste a comprar cualquier cosa porque es más barato que en el este.

En Venezuela, donde se enaltece al “progreso” a través de la “urbanidad” que impone la arquitectura civilizada, las fotografías de Lisa están alejadas tanto de la representación melancólica como de la archiconocida narración de la “modernidad” arquitectónica o las entusiastas discusiones sobre cultura urbana. Y si bien parecen tomar como referente concreto el espacio inmóvil de los edificios, el sentido último de las imágenes se encuentra fuera de lo que representan: orientan la lectura al inmediato espacio y tiempo, a un contexto que delata la degradación actual del Estado.

Las fotografías de Edificio Progreso no son bellas –aunque están bellamente enmarcadas- ni tampoco souvenirs. Con ellas se constituye un repertorio cuestionador de las políticas de la administración del gobierno Bolivariano.

Conviene recordar que las imágenes fotográficas movilizan esencialmente la memoria afectiva cuando representan elementos familiares o del pasado individual, pero cuando documentan un pasado colectivo o se erigen en documentos certificadores de hechos, las fotos ponen en circulación otros significados, que no necesariamente inducen actos evocadores. Las fotos de las montañas de cadáveres tomadas después de la liberación de los campos de concentración nazis, por ejemplo, más allá de sugerir dolor, narran el horror del ejercicio del poder totalitario. El significado de esas fotos salta la barrera de la muerte infligida y se deposita en la violencia del agresor y sus aliadas e intrincadas patologías. Así mismo, y salvando todas las distancias, la fotos de Edificio Progreso no están destinadas a recordar o reactualizar el mandato del “prohibido olvidar”, ni tampoco pueden ser concebidas como “regalos que dan testimonio de buen afecto” –que es una de las acepciones del término souvenir-, que podemos trasladar a la casa para recordar un determinado lugar y tiempo. Estas fotos certifican, testifican y recriminan al dedo apuntador del gobernante totalitario.

Blackmore estructura un discurso desde la mirada del antropólogo contemporáneo y sin establecer comparaciones o tramar jerarquías; nos ofrece un muestrario que relata la inmediatez, nuestro día a día, registrado en soportes de película, a color, polaroid vencida.

La polaroid fue uno de los medios fotográficos populares en la década de 1960, utilizado por amateurs en sus vacaciones ya que la imagen se obtiene sin necesidad de recurrir al laboratorio. En la química de este proceso analógico, el proceso de revelado y fijado de la imagen se encuentra incluido en cada hoja fotosensible que se inserta en la máquina fotográfica. Posteriormente, en los años 80, la corporación Polaroid se dedicó a promocionar la película en el medio artístico, para que artistas como Lucas Samaras o David Hockney y muchos otros, experimentaran con las posibilidades del medio. De ahí surge una tendencia fotográfica que transgrede los valores de la composición pictorialista, y permite que las imágenes sugieran informalidad e instantaneidad y no alta definición o la clásica “calidad visual”, una manera de borrar las barreras entre el aficionado y los fotógrafos de “oficio” y subvertir las cualidades de la fotografía modernista y de modernidad.

Finalmente, podría parecer que Lisa utilice el soporte polaroid adoptando la posición del aficionado –no turista- que se empeña en expresar y concretar una cotidianidad troceada, desvencijada y descolorida, elaborando un reportaje gráfico cuya calidad “artística” es irreproducible en los medios impresos -de los periódicos, por ejemplo- por la palidez del color. Sin embargo, acertadamente esos fragmentos tenues son enmarcados en cajas acrílicas, en las que cada imagen se nos ofrece suspendida –excepto, hay que señalarlo, las de las fachadas de museos caraqueños-. Pero tanto el soporte como el dispositivo de presentación de las desteñidas imágenes son una trampa que atrapa al espectador, enfrentado, por un lado, a imágenes que simulan antigüedad –aquello que propicia la evocación, el pasado- y, por el otro, a un simulacro de reportaje que, además, se nos ofrece mediante una instalación claramente connotada: estamos ante un hecho digno de ser enmarcado, colgado y mostrado.

Pero esta trampa es la de un buen cazador, el que no se distrae en busca de su presa. La mirada del espectador –la presa codiciada- se ve obligada a resolver la aparente contradicción entre lo memorístico-efímero del soporte y la institucionalización estética del montaje. Y sólo puede hacerlo de una manera: integrando en esta paradoja el referente único de la serie: esas representaciones de edificios y monumentos que, lejos de cualquier mitificación de lo urbano, captados en su desvencijada soledad, han perdido o han sido despojados de sus funciones.

En última instancia, trampa de la ironía. Ironía que, conviene recordarlo, en su origen –la eironía griega- significa engaño, simulación y, sobre todo, ignorancia fingida. Lisa Blackmore, con esta serie, nos enseña una virtud de la mirada irónica que, sobre todo en este tiempo de brutales imposiciones, redime del paralizante peso de la memoria nostálgica sin proponer la alternativa falaz de la estetización de lo urbano. Una vía estrecha, pero tal vez la más lúcida.

* Intervención en el conversatorio sobre “Ciudad y memoria” en el marco de la exposición “Edificio progreso” de Lisa Blackmore en el Anexo / Arte Contemporáneo. Caracas, 03 de julio de 2010

Ciudad instantánea* / Lorena González

E ntre los más recientes sucesos de la escena global, destaca la proliferación de un mundo dominado por la cultura de la imagen. En esta contingencia se engrana un complejo juego de espejismos y realidades, apariencias, posibilidades, evanescencias, encuentros y falsas aseveraciones que van construyendo el día a día de la mayoría de los procesos que constituyen la vida ciudadana. Tal y como apunta Celeste Olalquiaga en el epílogo de su libro Megalópolis, el curso de lo urbano ­dominado por el rumor infinito de la imagen­ ha transformado el panorama estructural de la urbe en un lugar transitorio y olvidado, un espacio inaprensible donde incluso los testimonios de la ciudad y el cuerpo parecen vagar como velados detritus, escombros apilados en medio de los cuales intentamos encontrarnos.

Al recuerdo de esta reflexión y como si de una traslación directa se tratara, me ha llevado la exhibición titulada Edificio progreso, primera individual de la investigadora Lisa Blackmore inaugurada a comienzos de junio en la galería El Anexo, que está ubicada en San Bernardino.

La muestra está integrada por un grupo de 25 fotografías polaroid, las cuales fueron tomadas por la creadora en una suerte de itinerario personal de documentación de edificaciones emblemáticas (paralizadas, suspendidas, abandonadas, transformadas...) en la ciudad de Caracas.

La secuencia reclama con persistencia la inquietud visual del espectador. Frente a nosotros se suceden los encuadres de arquitecturas vulnerables que también han formado parte de nuestra vida urbana: varias sedes de la antigua imagen del Banco de Venezuela, la construcción suspensa del centro comercial Sambil en Candelaria, el inacabado proyecto del Leander en el parque Francisco de Miranda, un cartel del edificio La Francia, una valla de la cadena de supermercados Éxito y de Cada, junto con algunos panoramas iconográficos que rodean Plaza Venezuela... la esfera de Pepsi-Cola sobre la Torre Phelps, el reloj de La Previsora y los restos de la estatua de Colón, entre otros. En el centro de la sala, una serie especial se desprende de la secuencia ya citada para dar paso a las ocho fachadas de las infraestructuras que en la actualidad soportan la problemática institucionalidad de nuestros caraqueños museos nacionales: ese lugar de preservación y difusión del símbolo y la imagen, de producción de la creatividad y el conocimiento sobre cuyos destinos inciertos vagamos en la actualidad.

Sin embargo, la propuesta de Blackmore no es una simple documentación gráfica de estos lugares. En su acción también subyace la esencia de un mecanismo particular que desde las estrategias del arte contemporáneo reúne en estas obras las aristas de un movimiento profuso y cíclico: en primer lugar, el uso de la técnica instantánea de la Polaroid y de una película velada en cada toma fotográfica, con lo cual reconstruye la búsqueda conceptual a la que remite desde las marcas vetustas del formato de cada pieza; luego, la sugerencia de un recorrido corporal en el que el sí mismo observa, selecciona, revive, fragmenta, suspende los pasos y la respiración de su mirada confrontada con ese volátil bastimento citadino; por último, una acertada museografía en la que cada una de estas interrelaciones entre el individuo y la ruina se convierten en momentáneos y exquisitos objetos "museables", dolorosos souvenirs de esas poéticas de una memoria individual que la creadora moviliza para convertirlas en instantáneas urgentes y colectivas, hermosas y paradójicas reliquias de ese sombrío "presente provisional" que gobierna el curso de nuestro país.

* El Nacional / Esto es lo que hay. Artes Visuales. Caracas, martes 29 de Junio de 2010 Escenas/2