Amada Granado / Penitenciario
“Penitenciario”,
serie fotográfica de Amada Granado toma como escenario un establecimiento
penal. El conjunto, compuesto por 18 imágenes tamaño postal, propone una
aproximación irónica a la situación carcelaria en Venezuela. En ese marco, la
propuesta de Granado se circunscribe a lo que ocurre en la piscina del
correccional, un espacio destinado a los encuentros entre familiares y reclusos
donde no hay violencia ni armas, sino niños chapoteando en el agua.
Opuestamente
a lo que podría pensarse, estos trabajos no comportan un juicio moral ni pretenden juzgar
comportamientos cuya sanción o indulgencia competen al Sistema de
Administración de Justicia, al que también le corresponde subsanar las
irregularidades y excesos que
afectan los presidios venezolanos. Por el contrario, el problema central
de estas fotografías radica en la yuxtaposición de pulsiones contradictorias en
un entorno donde conviven de facto el encierro
como forma de castigo y la ingravidez natatoria como purificación
liberadora.
Junto a las
series “Guaire” (2009) y “Humboldt” (2011), las fotografías de “Penitenciario”
(2012) vienen a completar una
suerte de trilogía basada en la relación entre el agua y el inconsciente. En
esos tres cuerpos de trabajo, la artista hace un periplo iconográfico que
arranca en las riberas del río más emblemático (y contaminado) de la ciudad
capital, pasando por la piscina vacía de un hotel disfuncional y desembocando
en la limpidez estanca de la piscina de una cárcel, operándose una evidente
inversión de los significados y simbolismos del agua.
Los
nadadores de “Penitenciario” son tritones despreocupados, descendientes de una
estirpe en cautiverio; practicantes instantáneos de una plenitud momentánea,
enajenados de la causalidad que los retiene allí en aquella plenitud quimérica.
Como los bañistas pintados de Hockney, están desconectados de alguna finalidad,
aferrados a ese permanente “ahora” que es la foto. Granado pasa del registro
aparentemente neutral a la alegoría, especialmente en la imagen donde la
artista se exhibe con un traje de baño y un loro al borde de la piscina, cual
diva del trópico.
En
“Penitenciario”, el significado se desplaza de la situación al medio
fotográfico y de este a las estrategias de construcción de la imagen. Es decir,
la obra es el resultado de las peripecias, trámites y negociaciones que
hicieron posible ese estar allí, en el lugar de una fantasía baustimal a cielo
abierto. De esta manera, el proceso y las imágenes resultantes plantean
interrogaciones mutuas, toda vez que ambas ópticas convergen en la idea de la
obra como acción de inserción y reporte de incidencias dentro de un espacio
correcional. Las anécdotas de cómo se accedió al sitio y de cómo –ya en el
lugar- se tomaron las fotos requiere tanta atención como el testimonio visual
que se muestra al espetador que contempla los eventos de manera diferida. En
medio de esto, la imagen es un detonante que une varias contradicciones: el
mundo feliz de los bañistas confinados y la sordidez del encierro, la estética
del registro turístico y la lógica del documento.
En este sentido, la serie “Penitenciario” funciona como acción de infiltración,
donde la autora adopta la postura de una turista y también de modelo para
obtener una serie de retratos y panorámicas de corte etnográfico, que funcionan
como expedientes de un modo de vida donde nadie posa, excepto la propia
artista. En realidad, estos registros dicen más de lo que las imágenes parecen
mostrar. Detrás de ese mundo pintoresco y distendido, hay hostilidades,
sometimientos y territorios en disputa. En efecto: “La cándida felicidad de esas fotografías, como hechas por un turista
que se conforma de lo que ve, es –según advierte Erik Del Búfalo- la prueba manifiesta de que nuestra
libertad no es una absolución”.
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