Según Jacques Derrida no habría necesidad de archivos sin la amenaza del olvido, situando el problema de la memoria entre el deseo de conservación y el impulso de destrucción. En una época agobiada por la amnesia –indica el autor– el “espectro de la violencia edípica”, conduce al “mal de archivo” (Cfr. ed. Trotta, Madrid, 1997), una anomalía estructural que comienza en el propio lugar donde se asientan los legajos del origen. Semejante idea parece enmarcar la más reciente exposición de Esso Álvarez, quien rescata y recrea parte del trabajo fotográfico de Petre Maxim (Bucarest, Rumania, 1913) para mostrarnos una arista inusitada de la imagen en cuanto documento cultural.
La muestra reúne una serie de fotografías que reproducen algunas obras distintivas del arte venezolano e internacional, pertenecientes a colecciones públicas y privadas del país. Inicialmente, dichos registros fueron encargados a Maxim para su incorporación en publicaciones especializadas (libros, catálogos, folletos, afiches), muchas de las cuales aún circulan en librerías y bibliotecas. Álvarez recibió los negativos con daños irreversibles, pero provistos de una sugerente plasticidad, en la que se mezclan el esplendor de las piezas originales y la impronta configurante del deterioro.
Las imágenes seleccionadas actúan como una membrana especular de dos caras, aludiendo –simultáneamente– al campo institucional de donde provienen y a la naturaleza de los medios empleados. Por un lado, la cuestión del museo y el archivo como contenedores de la memoria; por el otro, la permanente fricción que se manifiesta entre lo fotográfico y lo pictórico, dadas las cualidades texturales y cromáticas generadas por la descomposición de la superficie emulsionada.
“Mal de origen (A Petre Maxim)”, título de la muestra de Álvarez, produce la misma sospecha que suscitan los archivos y colecciones a las que pertenecen las obras de referencia. Bajo la atractiva apariencia de estos trabajos y más allá de sus resonancias poéticas, la propuesta apunta hacia un tópico controversial y de actualidad, relacionado con la protección del patrimonio artístico. Las manchas, desprendimientos y superposiciones que hay en estas copias fotográficas son los síntomas de una pulsión amenazante, que revela –aunque sólo sea de manera simbólica- la vulnerabilidad de la memoria y de los sitios donde esta se aloja.
En ese punto, Álvarez deviene en coleccionador de ruinas iconográficas, creando un archivo de imágenes malogradas, cuyo sentido rebasa las expectativas del documento para transformarse en discurso alegórico. En consecuencia, la exposición se asienta en una falla primigenia que subvierte los métodos de catalogación basados en el ordenamiento lógico de la data según el autor, la técnica, el período o el lugar de procedencia de las obras. De esta manera, las piezas en cuestión configuran una genealogía promiscua y llena de anacronismos, lo cual permite la convivencia e interacción de distintos procedimientos, períodos y credos estéticos. En medio de ese caos premonitorio, la mirada debe sortear las fluctuaciones y ambigüedades de la imagen para reconstruir el relato de su origen o para abandonarse definitivamente a la deriva del sentido.