Las armas no matan / Jesús Hernández-Güero


Las armas no matan / Jesús Hernández-Güero


Texto de Gerardo Zavarce y Felix Suazo

En Venezuela, cuando alguien está en lo cierto o sigue la pista correcta, se dice que “por ahí van los tiros”.   Pero cuando de armas se trata, no hay que tomarse las cosas  a la ligera y dejarse de “pistoladas” porque cualquiera puede ser el blanco de un disparo. Según la Encuesta Nacional de Victimización realizada en el 2009 “La proporción de uso de armas de fuego en situaciones de victimización delictiva para los delitos de homicidio, robo y secuestro se eleva a 79,5%, 74% y 79,2%, respectivamente”[1].

Enmarcado en ese panorama, la exposición “Las armas no matan” de Jesús Hernández-Güero (La Habana, 1983), nos coloca ante  un “arsenal” iconográfico, confeccionado a partir de informaciones recabadas en las páginas de sucesos, a propósito de diversos hechos delictivos, perpetrados con armamento de corto y mediano alcance. De allí resulta un inventario de pistolas, revólveres y rifles, cuya imagen impregnada de pólvora se reproduce serigráficamente sobre tela, cual si huebieran sido estampadas “a quema ropa”. En tal sentido, el artista propone una sintaxis cruzada donde el significado se deriva de la yuxtaposición estratégica de la materia y la imagen. 

La frase que da título al proyecto  abre una zona de ambigüedad discursiva, al afirmar algo que desde la óptica del sentido común parece insostenible. Paradójicamente, si nos apegamos de manera estricta al significado de las palabras, las pistolas impresas de Hernández-Güero “no matan”, de la misma manera en que la pipa pintada de Magritte no es una pipa. En su resolución instalatoria la propuesta de Hernández-Güero se desarrolla en un escenario oscilante, a medio camino entre el gabinete de un coleccionista de armas y un campo de tiro. Por un lado, los “hierros” están cuidadosamente dispuestos y jerarquizados en las paredes, siempre apuntando en la misma dirección. Por otro lado, el suelo está cubierto de casquillos vacíos  sobre los cuales debe caminar el espectador.  

Ubicado en ese lugar de intersecciones -sitio de contemplación y de experiencia- el sujeto queda atrapado “entre dos fuegos”, con los ojos puestos en la textura granulada de la pólvora –piel y contorno de las armas- y  sintiendo bajo los zapatos el crujir de las conchas después de la balacera. En este punto, el autor nos coloca ante una de las preguntas cruciales de nuestro tiempo: ¿qué puede hacer el arte frente a la violencia?.
En realidad, el arte no puede detener las balas, ni neutralizar el efecto mortífero de los más de 450 millones de armas que según un informe de la Interpol, hay en el mundo en poder de civiles. Tampoco puede impedir que cada año mueran unas 240.000 personas por esta causa. Lo que el arte sí puede hacer es intentar redireccionar la violencia,  como lo han hecho Chris Burden cuando se hizo disparar en su brazo izquierdo (Shoot, 1971) o Tania Bruguera cuando se colocó un revolver cargado en la sien mientras impartía una conferencia (Autosabotaje, 2009). En el caso de la exposición “Las armas no matan” de Hernández-Güero, el problema de la violencia se aborda de manera multifocal, repartiéndose  entre la pregnancia sensible de la imagen,  el significado de los materiales y la conducta corporal del espectador. El riesgo es compartido, nadie está a salvo, cualquiera puede ser sorprendido como Pedro Navaja por “un Smith & Wesson del Especial”.

[1] Armas de fuego y victimización delictiva en Venezuela. En: Sentido e impacto del uso de armas de fuego en Venezuela. Comisión Presidencial Control de Armas, Municiones y desarme. UNES – Universidad nacional Experimental de la Seguridad. P. 15.

Plomo / Juan Toro


Plomo / Juan Toro


Plomo. Juan Toro

En el arte moderno y contemporáneo -al menos en sus manifestaciones más radicales- la belleza es percibida como una envoltura frívola, tras la cual se esconde una realidad hostil y desencantada. Es cierto: lo bello y lo bueno, la estética y la ética, no siempre son compatibles.  Sin embargo, a veces la belleza nos agarra desprevenidos, como cuando un proyectil a la deriva alcanza a una víctima indefensa.

“Plomo”, muestra fotográfica de Juan Toro (Caracas, 1969), recrea esa simbiosis perversa donde lo  hermoso es sinónimo de horror y muerte.  La exposición está integrada por una serie de 16 fotografías  realizadas entre 2011 y 2012, en las cuales el artista registra restos de balas (esquirlas, casquillos, perdigones). El conjunto plantea la relación entre arte y violencia, creando una suerte de taxonomía forense de aparente neutralidad.

En esta ocasión, Toro adopta una postura metódica y más sosegada. A diferencia de sus trabajos anteriores,  en estas fotografías no hay sangre en el asfalto, ni cadáveres amortajados con sábanas. Tampoco hay cuerpos tiroteados ni deudos impotentes. Lo que hay son metales deformes con ornamentos exóticos que semejan joyas monumentales. A partir de allí, el artista ha construido un inventario visual de la infamia cotidiana, trofeos residuales de la violencia callejera, esa que aun campea al margen de las políticas de desarme instrumentadas oficialmente.

La propuesta de Toro parece rememorar episodios de la escultura antigua y moderna. Son imágenes donde la evidencia criminal asume formas caprichosas -esféricas, irregulares, cilíndricas, cónicas-, emulando el aura rústica de los volúmenes escultóricos. Sin embargo, esos arañazos, deformidades y desprendimientos que aparentan ser parte de un repertorio plástico, son en realidad indicios de un mal que cada vez cobra mayores víctimas.

De cierta manera, cada fragmento de munición recolectado en la escena de un delito no sólo es un “cuerpo extraño” que esparce su potencialidad letal en el tejido social, sino también una materia ajena  -un volumen sustitutivo- que habla de un “cuerpo ausente”. Finalmente, las fotografías de esta exposición  nos recuerdan la estrecha reciprocidad que existe entre las nociones de obra y documento en las prácticas visuales contemporáneas: una imagen puede ser evidencia; una evidencia puede ser imagen.

Marylee Coll / Inanimados


Marylee Coll / Inanimados




La muestra “Inanimados” de Marylee Coll (1957) presenta una serie fotográfica centrada en la relación entre la economía informal y la estética doméstica, partiendo del registro de estatuillas ornamentales de porcelana. Las imágenes de dichas piezas fueron tomadas por la artista en diversas casas de Caracas donde  se realizan ventas de objetos que pertenecieron a personas fallecidas o que se van del país. 
El conjunto propone un relato del abandono y la pérdida en el momento de la diáspora, de la urgencia o de la fatalidad, cuando todo aquello que poseemos (incluyendo las figurillas decorativas), ingresa al mecanismo de las ventas de garaje. Atrás quedaron los tiempos en que los venezolanos presumían de sus piezas de porcelana europea, especialmente si eran de Meissen, Lladró o Capodimonte. Ahora esas figuras sólo son criaturas desarraigadas, abandonadas a la caprichosa deriva que imponen el gusto y la necesidad.
Los querubines, damiselas, príncipes, ancianos, bebes y animalitos de porcelana que aparecen en estas fotografías no sólo son “corotos finos”, ungidos por el abolengo de las marcas importadas, sino imágenes de una opulencia venida a menos. Sin embargo, Coll se aproxima a estos objetos como si se tratara de “presencias”, cosas “fuera de lugar” que en algún momento representaron algo para sus dueños pero cuyo sentido se ha vuelto confuso en medio del furor de las ofertas.
Coll bordea una zona delicada del imaginario visual contemporáneo, precisamente esa franja del gusto popular que establece una relación emotiva con el objeto estético, entendido como la proyección edulcorada de los deseos de bienestar.  Por ello, las piezas de porcelana casi siempre remiten a una vida más placentera y elemental, donde los animales y las personas habitan en parajes naturales, jardines y castillos de fantasía, tal como lo relatan los cuentos de infancia.
No son piezas únicas, sino productos seriados de gran aceptación en algunos sectores de la población local. De manera que su valor no está asociado a la exclusividad o carácter irrepetible del objeto, sino a sus connotaciones afectivas, a menudo expresadas con volúmenes "sobados" y tonos  "empalagosos". 
Aunque nada de esto parece tener una conexión directa con el mundo real -especialmente con los conflictos de la Venezuela actual- estas fotografías de objetos de porcelana  arrastran consigo el pathos de una serie de valores en decadencia y de expectativas en declive, que ahora son sustituidas por otras prioridades vitales ante una encrucijada irremediable.  Los talismanes de ayer, son hoy trofeos sin dueño, expuestos a un destino de incertidumbres. En síntesis, las fotografías de Coll dejan registro de nuestro inconsciente colectivo, abriendo la posibilidad de otras narrativas aún a la espera de un "final feliz".


Amada Granado / Penitenciario


Amada Granado / Penitenciario


“Penitenciario”, serie fotográfica de Amada Granado toma como escenario un establecimiento penal. El conjunto, compuesto por 18 imágenes tamaño postal, propone una aproximación irónica a la situación carcelaria en Venezuela. En ese marco, la propuesta de Granado se circunscribe a lo que ocurre en la piscina del correccional, un espacio destinado a los encuentros entre familiares y reclusos donde no hay violencia ni armas, sino niños chapoteando en el agua.
Opuestamente a lo que podría pensarse, estos trabajos no comportan un  juicio moral ni pretenden juzgar comportamientos cuya sanción o indulgencia competen al Sistema de Administración de Justicia, al que también le corresponde subsanar las irregularidades y excesos que  afectan los presidios venezolanos. Por el contrario, el problema central de estas fotografías radica en la yuxtaposición de pulsiones contradictorias en un entorno donde conviven de facto el encierro como forma de castigo y la ingravidez natatoria como purificación liberadora. 
Junto a las series “Guaire” (2009) y “Humboldt” (2011), las fotografías de “Penitenciario” (2012) vienen a completar  una suerte de trilogía basada en la relación entre el agua y el inconsciente. En esos tres cuerpos de trabajo, la artista hace un periplo iconográfico que arranca en las riberas del río más emblemático (y contaminado) de la ciudad capital, pasando por la piscina vacía de un hotel disfuncional y desembocando en la limpidez estanca de la piscina de una cárcel, operándose una evidente inversión de los significados y simbolismos del agua.
Los nadadores de “Penitenciario” son tritones despreocupados, descendientes de una estirpe en cautiverio; practicantes instantáneos de una plenitud momentánea, enajenados de la causalidad que los retiene allí en aquella plenitud quimérica. Como los bañistas pintados de Hockney, están desconectados de alguna finalidad, aferrados a ese permanente “ahora” que es la foto. Granado pasa del registro aparentemente neutral a la alegoría, especialmente en la imagen donde la artista se exhibe con un traje de baño y un loro al borde de la piscina, cual diva del trópico.
En “Penitenciario”, el significado se desplaza de la situación al medio fotográfico y de este a las estrategias de construcción de la imagen. Es decir, la obra es el resultado de las peripecias, trámites y negociaciones que hicieron posible ese estar allí, en el lugar de una fantasía baustimal a cielo abierto. De esta manera, el proceso y las imágenes resultantes plantean interrogaciones mutuas, toda vez que ambas ópticas convergen en la idea de la obra como acción de inserción y reporte de incidencias dentro de un espacio correcional. Las anécdotas de cómo se accedió al sitio y de cómo –ya en el lugar- se tomaron las fotos requiere tanta atención como el testimonio visual que se muestra al espetador que contempla los eventos de manera diferida. En medio de esto, la imagen es un detonante que une varias contradicciones: el mundo feliz de los bañistas confinados y la sordidez del encierro, la estética del registro turístico y la lógica del documento. 
En este sentido, la serie “Penitenciario”  funciona como acción de infiltración, donde la autora adopta la postura de una turista y también de modelo para obtener una serie de retratos y panorámicas de corte etnográfico, que funcionan como expedientes de un modo de vida donde nadie posa, excepto la propia artista. En realidad, estos registros dicen más de lo que las imágenes parecen mostrar. Detrás de ese mundo pintoresco y distendido, hay hostilidades, sometimientos y territorios en disputa. En efecto: “La cándida felicidad de esas fotografías, como hechas por un turista que se conforma de lo que ve, es –según advierte Erik Del Búfalo-  la prueba manifiesta de que nuestra libertad no es una absolución”. 

Editorial III. Muestra de videos


Editorial III. Muestra de videos


Nada es definitivo. Las cosas se extinguen con la misma naturalidad que son creadas. De manera que, la existencia transcurre en un duelo permanente pero disimulado. En realidad, la permanencia  no es más que una breve eternidad, una duración que tarde o temprano caduca. Fenecen las galaxias y las estrellas que las regentan, así como también lo hacen todas las manifestaciones de lo viviente. Incluso las prácticas vitales, productivas y simbólicas más arraigadas llegan a su fin, siendo reemplazadas por otras no menos finitas. Por ello, para el sujeto común, la relatividad cuántica no es más que una revelación de la asimetría del tiempo, esa bestia indomable gobernada por una causalidad indeterminada y caprichosa.  Después de lo inevitable, cumplido el ciclo ininteligible de la existencia, sólo queda la nostalgia (de lo que fue) o la esperanza (de lo que vendrá).

Las propuestas videográficas que conforman esta exposición comportan distintas respuestas ante la muerte, sus motivos y consecuencias, abarcando un repertorio diverso que va de lo psíquico a lo antropológico, de lo ético a lo jurídico, de lo físico a lo técnico. En cada caso, la fatalidad es alegorizada con rituales póstumos de lamento, añoranza, resignación o denuncia. Dichas pulsiones  se manifiestas en e l llanto por encargo de las plañideras en Antonio Briceño, la solemne festividad  de un auto funeral en Gabriela Olivo de Alba, la mortal performatividad de un grafiti sicarial en Juan José Olavarría), la ingenua locuacidad de un homicida en Juan Carlos Rodríguez, la reproducción metafórica del levantamiento de un cadáver de Teresa Mulet o  la lúgubre ironía que acompaña la caducidad de una película fotográfica  en Beto Gutiérrez.

Son abras que hablan de un estado post mortem, cuando ya se ha consumado  el fin de una persona o cosa, cuando sólo queda la plegaria, la acusación o la confidencia. En tal sentido, el medio videográfico comparte aquella condición “crepuscular “ que caracteriza a la fotografía cuando retiene “fatalmente” una escena. Porque más allá del carácter cinemático de las imágenes videográficas, el registro de lo acontecido queda fuera del tiempo dialéctico, sustraído del devenir y limitándose a la duración convencional que le confiere su pertinencia artística. En definitiva,  la imagen en movimiento es un artificio eficaz pero engañoso que intenta dar vida a lo inanimado. La obra es así la remembranza postrera de un ritual que ya expiró. 

En definitiva, el arte y la muerte  mantienen un combate cuerpo a cuerpo, donde cada quien intenta ganarle la partida al tiempo. ¿Qué otra cosa podría justificar  los festejos del día de los muertos en la cultura mexicana?  ¿Y qué decir de aquellas pinturas colombianas del siglo XIX que solían eternizar la efigie de las monjas después de su fallecimiento? En el caso de las propuestas que comentamos,  el video trabaja contra el tiempo, lo fractura, colocando lo acaecido en una temporalidad paralela que intenta detener lo inexorable. Sin embargo, todo lo que se puede conseguir con esta estrategia es una inmortalidad ilusoria que acaba por recordarnos la inescrutable finitud del instante.  Queda, si, la semblanza virtual de la experiencia. Esa es la modesta redención a la que pueden aspirar los mortales, reivindicados en el documento de su acción.