ANDREOTRA / ANDREINA RODRIGUEZ / ahora no lo recuerdo

Texto / Lorena González

"Al deconstituir lo diáfano, queda al desnudo la carne de la palabra"
Jacques Derrida

Esta frase de Jaques Derrida, perteneciente a su texto La escritura y la diferencia, se refiere a una de las aristas principales que dominó los postulados de lo que fue El teatro de la crueldad de Antonin Artaud. En las convulsas líneas que tramó en la Europa de los años 30, Artaud propone la destrucción de las formas tradicionales de la representación, con el fin de borrar los lineamientos habituales de la mimesis como simulación falsaria de lo real. Para Artaud, el triunfo de los caracteres individuales debía desaparecer, borrarse, anularse, dar paso a la vida, a la liberación de la palabra, a la fuerza de lo primigenio; revelar sobre la escena al hombre no en su carácter de permanencia, sino en su condición transitoria, refractaria, original: placer y dolor de lo aún no nombrado, palabra que se retuerce en la víspera eterna de su propio nacimiento y muerte.
Para Andreotra, es justamente esta compleja escena artaudiana la que le interesa explorar en su más reciente propuesta, titulada Ahora no lo recuerdo. En las 70 fotografías sobre cerámica que nos presenta, el desvanecimiento de palabras y frases de la infancia se sucede a través de una grafía que parece descomponerse y silenciarse entre los acuosos trozos de un espacio primitivo, tan placentero como terrible. Las fuerzas veladas de las palabras conocidas, de la memoria emotiva, del gesto aprendido y de los ritos de lo social, son atrapados por estas baldosas que rememoran las paredes de una carnicería. A través de una fuerza suspensa, la artista conjuga diversos elementos y aturde el curso reconocible de sus lógicas, de sus resonancias; poco a poco lo fijo se va silenciando, se corta, se esparce, se ahoga… y como en el sueño de Artaud, la individualidad se desmorona, lo aprehendido se quiebra, la palabra desaparece: la puerta sonora y cortante del doloroso vaivén entre la vida y la muerte, ha sido abierta.

andreotra. ahora no lo recuerdo

Ahora no lo recuerdo es la primera individual de andreotra, nombre con que prefiere identificarse la artista visual Andreína Rodríguez. La muestra está compuesta por más de setenta baldosas impresas en material termocalórico, textos, sonido de sierra e iluminación roja, todo lo cual funciona como un ambiente único que recrea la atmósfera de una carnicería. En ese entorno se confrontan los recuerdos de la infancia (especialmente, letras de canciones infantiles) y la descarnada escritura del poeta maldito Antonin Artaud. A partir del candor de la niñez la propuesta construye una metáfora de lo siniestro. La higiénica apariencia de las baldosas blancas se transforma en una superficie grotesca, salpicada de sangre espumosa y de frases que en este contexto tienen un efecto cortante.

Como observa Freud en un texto de 1919, lo siniestro “afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Ello ocurre –continúa el autor- “cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece antes nosotros como real…". Eso es precisamente lo que ocurre en las acciones, intervenciones e instalaciones de andreotra. Allí la artista actúa como médium de lo ominoso, llevando al límite de la repulsión y el asco situaciones que se presentan en la vida cotidiana. En ese sentido, ha sido bedel, peluquera, asistente sanitaria y carnicera; ha adoptado sus vestimentas y modales para ofrecer “deliciosas” galletas en forma de excremento, regalar trocitos de carne cuidadosamente empaquetados o limpiar afanosamente el piso con sangre.

Claro que siempre (o casi siempre) hay una historia; algo de la memoria recóndita que aflora en la imagen. En ahora no lo recuerdo, el relato tiene que ver con la propia artista, quien evoca aquellas incursiones que realizaba al mercado de la mano de su madre. Señala que la sección de la carnicería era como visitar un zoológico inerte: las lenguas, las cabezas y las extremidades de las reses, separadas de sus cuerpos; las aves sin plumas, los pescados quietos y con los ojos vidriosos. Pero ese era, además de un tour instructivo (según su progenitora), una faena periódica para proveerse de alimento. ¿Cómo recordar todo eso? ¿De qué forma olvidar que buscar alimento era también, asistir al espectáculo de una matanza; ir (sin quererlo) al mismísimo teatro de la crueldad?

Contra toda ética, pareciera que el destino de la especie es matar para vivir o, para ser más precisos, alimentarse de la muerte. Esa es la divisa que nos invita a comer –en palabras de Artaud- “una carne que ignora el filo del cuchillo”. Hasta las canciones infantiles están plagadas de alusiones siniestras, tal como se aprecia en la siguiente letra: “la manzana se pasea / de la mesa al comedor /no la piques con cuchillo / pícala con tenedor / al picar una manzana / un dedito me corté /mi abuelita me curó /con un beso y un pastel”. La irónica delicadeza con que andreotra superpone estos dos planos, le da una fuerza inusitada que no sólo permite tratar los problemas de la memoria personal, sino encarar los complejos desafíos que afronta la humanidad en el terreno ético y cultural.

DÉBORAH CASTILLO / documentos en regla: la supersudaca




















En enero de 2008 Déborah Castillo -ataviada con delantal, plumero y coleto- presentó el performance La Supersudaca en el marco de la exposición “Colección Privada”, que tuvo lugar en el Espacio Escala con el auspicio de la Cajasol de Sevilla en España. Ante la mirada inquieta de los visitantes la artista limpió el piso, las esquinas y los rincones del recinto expositivo. Su travesía a través del Atlántico culminó como la de muchos otros emigrantes que, atraídos por la posibilidad de mejorar sus condiciones económicas, acaban haciendo el “trabajo sucio” y peor pagado. La solícita criada encarnada por Déborah no sólo cumplió con la labor profiláctica de extirpar lo restos de polvo acumulados sobre las obras de arte, sino que se convirtió en la representación de la mujer sudamericana, exuberante y servil; un objeto de conquista sometido a las regulaciones de la división del trabajo y dispuesto para ser apropiado por la violencia del deseo.

La propuesta de Déborah se presentó meses antes de que la Unión Europea lanzara la polémica idea de ofrecer incentivos financieros a los inmigrantes desempleados para que retornaran a sus países de origen (Directiva de Retorno), hecho que desencadenó fuertes manifestaciones de rechazo entre los grupos “extracomunitarios”, incluyendo los de origen latinoamericano residentes en España. Aún con los documentos en regla, gran parte de los emigrantes deben desempeñarse en actividades de baja remuneración, independientemente de su edad y calificación profesional, cuestión que se hace aún más dramática cuando se trata de mujeres, generalmente relegadas a los oficios de criadas, cocineras o niñeras, cuando no a actividades menos decorosas.

Precedida por el estereotipo de la mujer latina - apetecible y sensual - la sirvienta que recrea Déborah asume su función higiénica con cinismo y sin complejos mientras se cachondea entre pinturas y fotografías del más refinado abolengo. Su estrategia consiste aprovechar la visibilidad que le otorga el campo del arte, más allá de la discreta posición que representan los espacios domésticos, para mostrarse como el trofeo de un rapto simbólico y, en esa propia medida, desafiar la mirada dominadora del patriarcado. De Cenicienta a Mujer Maravilla, la heroína creada por Dévorah es una amazona mestiza que se pasea por los salones del arte internacional ofreciendo sus servicios.

Luego de este periplo la Supersudaca retorna a Venezuela: la tierra donde nadie es profeta. No vino a morir con la nostalgia de las glorias cosechadas durante la diáspora como lo hicieran Rojas y Michelena en el siglo XIX sino a cerrar el itinerario de una experiencia creativa donde se cruzan las cuestiones de género y los problemas de la emigración. Dos videos, y la indumentaria diseñada por la artista dan testimonio de la acción de Sevilla. Complementan el conjunto una serie de souvenir (postales, yesqueros), una fotonovela y una tira de anuncios clasificados que aluden al mercadeo de la imagen femenina como objeto de consumo y de deseo. Devuelta a su contexto de origen y desmembrada voluntariamente, la Supersudaca se presenta ahora como una suerte de documento etnográfico salpicado de matices geopolíticos.

CLAUDIO PERNA / the imprudent one - autocopias





CLAUDIO PERNA / texto

The imprudent one. Autocopias

A partir de 1973 Claudio Perna desarrolló una serie de trabajos en los que utilizó la xerografía o “copiado en seco” como recurso expresivo. Parte de esas obras fueron reunidas en la exposición Autocopias, presentada en el Museo de Bellas Artes de Caracas en 1975, así como en otras muestras en el Museo de Arte Moderno de Bogotá (1975) y en el Instituto de Diseño de la Fundación Neumann-Ince de Caracas (1977). La novedad y sencillez del método xerográfico, creado por el físico e inventor Chester Carlson a fines de los años treinta y comercializado mundialmente por la Xerox Corporation desde principios de la década del sesenta, se adecuaban perfectamente a la conducta exploratoria de Perna, quien sostenía que la mejor manera de comunicar una “idea actual” era asociándola a un “medio actual” (Cfr. Perna, Claudio. Aprox xerox. Mimeo. Reproducido en: Claudio Perna. Arte Social. GAN, 2004. p55). Semejante postura estimuló sus indagaciones visuales con la fotocopiadora, un recurso que explotó febrilmente con la complicidad de Antonio “El alemán”, dueño de un local llamado Foto Roma donde se encontraba una de las primeras fotocopiadoras que se trajeron a Caracas, y algunos amigos como Yoe, Leonardo Yánez, Héctor Fuenmayor, Bernardo Morán y Claudia Mastreta, entre otros.

Simplemente, Perna aprovechó una tecnología popular, diseñada para la reproducción múltiple de documentos e imágenes, y le dio un sentido creativo. Sometió su rostro, sus manos y parte de su cuerpo a barridos de luz reiterados y consecutivos, pero no se quedó quieto contra el vidrio como suelen hacer quienes afrontan solemnemente la lente fotográfica. Tanto las fotocopias que hizo de sí mismo como los facsímiles que obtuvo de láminas de libros, fotos familiares y registros extraídos de publicaciones periódicas están literalmente “movidos”, como si evocaran tardía y defectuosamente la secuencialidad del discurso cinematográfico. En las Autocopias, como en algunas de las polaroids que realizó el artista por esa época, las imágenes están reducidas a su aura dinámica, al margen de toda fijeza y sumergidas en la densidad contrastada que deja el tóner sobre la superficie.

Podría decirse entonces que uno de los asuntos centrales de las Autocopias es la idea del movimiento, más allá de su encarnación efímera en la performance o de su virtual perpetuación en el video, procedimientos que también frecuentó con devoción. Y es que la inmediatez y precariedad material del “copiado en seco” se plasma en la potencialidad dinámica de la imagen, en la presunción de los recorridos que aún están por producirse o de los desplazamientos que ya han tenido lugar. Por tanto, las Autocopias no son la acción sino el testimonio de una posibilidad en desarrollo o aún por suceder, tal como lo refiere el trabajo dedicado a Marcel Duchamp donde la efigie de este último aparece acompañada por su ya legendario “Desnudo descendiendo la escalera”. Más elocuentes aún son los conjuntos consagrados a la actividad deportiva, entre los que destacan el boxeador Betulio González haciendo sparring y las series donde se ocupa de las competencias hípicas, el baloncesto, las personalidades políticas y las estrellas de la cultura pop.

Seleccionadas entre 916 Autocopias registradas por la Fundación Claudio Perna, las 42 piezas que se exhiben en esta muestra, están agrupadas en 7 series, entre las cuales se encuentra la que da título a la presente exposición: The imprudent one. El conjunto alude a la consecuente impostura de Perna y también a sus destrezas de ilusionista, esas que lo han convertido en una criatura capaz de reproducirse y desaparecer con la misma rapidez con que la imagen –último reducto de lo visible- se multiplica sobre el papel.

Si bien es cierto que las Autocopias nos devuelven el retrato borroso -a veces deforme- de su autor, también traen consigo la vasta iconografía de una cultura que se mueve atropelladamente hacia una quimera incierta, ansiosa de porvenires que no llegan y de pasados que la conforten. No obstante, ese juego de luces, sombras y medias tintas que colisionan y se desvanecen sobre los folios vírgenes, parece aplacarse en el conjunto titulado Del blanco al negro. Allí, la imagen exhausta, sin contorno ni definición, abandona su inútil batalla por retener los márgenes del mundo visible para hundirse -al fin- en la más depurada abstracción del movimiento.

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ / texto

En ocasiones, el itinerario de un artista puede tornarse azaroso e impredecible, sobre todo cuando la propia experiencia de vivir lo conduce hacia senderos poco transitados donde las fronteras pierden la nitidez y las certidumbres se derrumban. Ese es el caso de Juan Carlos Rodríguez (Caracas, 1967), un creador que ha dedicado varios años al trabajo con comunidades urbanas y que ahora ha desplazado su interés hacia los problemas de la cultura rural, tomando como punto de partida la sabana altoapureña. Al cambiar de contexto, también se ha modificado la posición del artista y la manera de articular el discurso; todo ello en sintonía con las contingencias personales y profesionales que lo llevaron a vincularse con la regia vastedad de los llanos venezolanos, sin ceder al tentador atractivo del paisaje. A diferencia de su obra anterior, el artista se expresa en primera persona y utiliza como vehículo el video celular, situándose en un punto intermedio entre el campo del arte y el imaginario popular.

En la exposición Tres poemas, tres lecciones de joropo y un traje militar, Rodríguez se pasea entre la autorreferencialidad biográfica y la recreación ficcional de la figura del llanero, personaje irreverente, de ásperos modales y parlamentos fluidos. Lejos de la organicidad stanilaskiana el hombre recio de la llanura construido por Rodríguez dedica sus coplas al campo del arte en vez de cantarle a la sabana, pues la construcción del sujeto que narra, recita y baila difiere mucho de la idealizada rudeza del nativo de la llanura. Piensa en el minimalismo y la escultura social, en la performance y la video instalación, asuntos que lo colocan en un
territorio paralelo –rural y globalizado- donde se mezclan el drama y la cursilería.

Entre las piezas que componen la muestra se encuentra un gran paño manchado de chimó mascado y escupido, sobre el cual está cosido el patrón de un uniforme militar. Allí, la “figura” y el “fondo” conforman una elaborada abstracción del contexto y las tensiones que lo atraviesan. Complementan el conjunto una serie de videos en loop, acompañados por algunas coplas y coreografías danzarias creadas por el autor. Los poemas versan en torno al arte contemporáneo, los no lugares y, finalmente, sobre la historia de la matanza de la Rubiera ocurrida en 1967. Por su parte, las lecciones de joropo palometeao y zapateao en alpargatas y con acordes de música árabe parodian la llamada “cultura étnica”, añadiendo a esta un comentario irónico sobre la institución museal.

Se trata de video acciones de corta duración donde se mezclan la declamación, la música y el baile. La cámara del celular actúa como un espejo móvil que acompaña de manera cómplice los momentos de ansiedad y euforia. Cada fragmento es un relato breve, conciso, ambientado en la topografía de un paisaje ausente –un territorio invisible- donde se vislumbran los sacudones del deseo, la violencia y el humor. El lugar al que se refieren estas imágenes no es un paraíso bucólico, sino un escenario donde se perpetran asesinatos y secuestros. Comandos guerrilleros, grupos paramilitares y fuerzas gubernamentales merodean el relato pero no se dejan ver, como tampoco se visualiza aquella omnipresencia verbal del mundo del arte.

En sus múltiples paradojas e imposturas, la exposición de Rodríguez se coloca en un sitio de interlocución altamente conflictivo; una paramodernidad basada en el saboteo de lo canónico, cuestión que se hace explícita en la figura del llanero mal construido. La suya es una modernidad paralela, insurgente y rural que subvierte las nociones de civilización y barbarie, desenmascarando la “falsa erudición” y el “falso planteamiento”.