Ahora no lo recuerdo es la primera individual de andreotra, nombre con que prefiere identificarse la artista visual Andreína Rodríguez. La muestra está compuesta por más de setenta baldosas impresas en material termocalórico, textos, sonido de sierra e iluminación roja, todo lo cual funciona como un ambiente único que recrea la atmósfera de una carnicería. En ese entorno se confrontan los recuerdos de la infancia (especialmente, letras de canciones infantiles) y la descarnada escritura del poeta maldito Antonin Artaud. A partir del candor de la niñez la propuesta construye una metáfora de lo siniestro. La higiénica apariencia de las baldosas blancas se transforma en una superficie grotesca, salpicada de sangre espumosa y de frases que en este contexto tienen un efecto cortante.
Como observa Freud en un texto de 1919, lo siniestro “afecta las cosas conocidas y familiares desde tiempo atrás”. Ello ocurre –continúa el autor- “cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad; cuando lo que habíamos tenido por fantástico aparece antes nosotros como real…". Eso es precisamente lo que ocurre en las acciones, intervenciones e instalaciones de andreotra. Allí la artista actúa como médium de lo ominoso, llevando al límite de la repulsión y el asco situaciones que se presentan en la vida cotidiana. En ese sentido, ha sido bedel, peluquera, asistente sanitaria y carnicera; ha adoptado sus vestimentas y modales para ofrecer “deliciosas” galletas en forma de excremento, regalar trocitos de carne cuidadosamente empaquetados o limpiar afanosamente el piso con sangre.
Claro que siempre (o casi siempre) hay una historia; algo de la memoria recóndita que aflora en la imagen. En ahora no lo recuerdo, el relato tiene que ver con la propia artista, quien evoca aquellas incursiones que realizaba al mercado de la mano de su madre. Señala que la sección de la carnicería era como visitar un zoológico inerte: las lenguas, las cabezas y las extremidades de las reses, separadas de sus cuerpos; las aves sin plumas, los pescados quietos y con los ojos vidriosos. Pero ese era, además de un tour instructivo (según su progenitora), una faena periódica para proveerse de alimento. ¿Cómo recordar todo eso? ¿De qué forma olvidar que buscar alimento era también, asistir al espectáculo de una matanza; ir (sin quererlo) al mismísimo teatro de la crueldad?
Contra toda ética, pareciera que el destino de la especie es matar para vivir o, para ser más precisos, alimentarse de la muerte. Esa es la divisa que nos invita a comer –en palabras de Artaud- “una carne que ignora el filo del cuchillo”. Hasta las canciones infantiles están plagadas de alusiones siniestras, tal como se aprecia en la siguiente letra: “la manzana se pasea / de la mesa al comedor /no la piques con cuchillo / pícala con tenedor / al picar una manzana / un dedito me corté /mi abuelita me curó /con un beso y un pastel”. La irónica delicadeza con que andreotra superpone estos dos planos, le da una fuerza inusitada que no sólo permite tratar los problemas de la memoria personal, sino encarar los complejos desafíos que afronta la humanidad en el terreno ético y cultural.