Diego Barboza / Otro coincidente

Diego Barboza / Otro coincidente

La exposición “Diego Barboza. Otro Coincidente” reúne una selección de fotografías, proyectos y documentos de algunas de las “expresiones” y “poesías de acción”, realizadas por el autor en Inglaterra y Venezuela entre 1970 y 1985. El conjunto está integrado por unas 35 piezas y aborda las relaciones entre el adentro y el afuera, así como su consecuente incidencia en las nociones de lo privado y lo público en la obra del artista. Igualmente, explora el significado del registro fotográfico y audiovisual como medio de estudio preliminar, recurso documental y soporte de experimentación, siempre de cara al hecho expositivo.

Las expresiones y poesías de acción desarrolladas entre 1969 y 1985 por Diego Barboza (Maracaibo, 1945 – Caracas, 2003) se distinguen por su carácter multitudinario, generalmente concebidas para ser realizadas en calles, plazas, mercados y lavanderías. Según declaró el propio artista en diversas oportunidades, su propuesta tomaba como punto de partida algunas manifestaciones festivas y religiosas de profundo arraigo popular como los carnavales, los bailes de disfraces y las procesiones.

Barboza configuró su propia versión del arte accional, marcando distancia respecto al happening y la performance, modalidades que consideraba elitescas. Ya para 1980, el artista redefine sus expresiones y comienza a denominarlas como poemas de acción. “Estoy convencido de que lo mío –afirmaba- no es arte conceptual, sino un poema que queda en el aire, como una celebración”, por lo cual –precisa- en sus eventos “no hay objetos sino motivadores” (Cfr. María Josefa Pérez. Cumpleaños de “El Cachicamo”. El Nacional, 18-5-1980, p. E-10). En consecuencia, las redes, sombreros y telas que aparecen en sus acciones tienen la capacidad de liberar la conducta individual de los estereotipos sociales, activar la expresión subjetiva y establecer nexos de complicidad entre los participantes de una experiencia.

En su caso, la naturaleza efímera de la acción, condiciona el uso y la pertinencia del documento en tanto que soporte para la presentación e inserción de la experiencia en el “dispositivo de exposición”. Por este motivo, los registros fotográficos y audiovisuales de sus expresiones y poemas de acción tienen varias significaciones, pues funcionan como testimonio o reseña visual del acontecimiento, como punto de partida en propuestas experimentales que se concretan en collages e imágenes intervenidas con una finalidad artística y como estudio preparatorio o maqueta de trabajos a desarrollar. Finalmente, hay que considerar la existencia de materiales escritos por el autor (proyectos, artículos, cartas) que añaden información complementaria sobre sus eventos.

Según lo definiera Claudio Perna en una nota escrita, a propósito de la realización de de la muestra “10 años de poesía de acción” en la Librería Kuai-Mare de Chacaito, Caracas, Barboza es “otro coincidente” que no cree en el arte puro ni en la exclusividad del artista. Su trabajo propicia el diálogo entre distintos saberes, independientemente de que su origen fuera específicamente artístico o popular, afincándose en mecanismos lúdicos y soluciones sincréticas, concebidas para activar distintos sentidos como el tacto, la vista y el oído. Con esos recursos, su propuesta busca el encuentro con la vida y el contacto con la gente, relacionándose con las manifestaciones cotidianas.

Domingo De Lucía / “Std Color”

“Std. Color”, muestra individual de Domingo De Lucía, reúne una serie de aplicaciones pictóricas sobre tabla, papel, vidrio, metal y cartón, así como dos instalaciones que reflexionan sobre el color rojo a partir de las relaciones de coincidencia o “no conformidad” química con un patrón o modelo preestablecido. La propuesta se basa en los estudios de laboratorio que suelen hacerse en el campo de la producción industrial para determinar cubrimiento, acidez, textura y resistencia bacterial de los pigmentos.

Luego de varios años dedicados al desarrollo de experiencias de intervención y accionamiento en espacios públicos y artísticos, De Lucía orienta su trabajo reciente a la exploración de analogías sensoriales entre arte y sociedad, en este caso centradas en las nociones de homogeneidad y diversidad, referidas al universo cromático y sus implicaciones simbólicas. Su estrategia retoma algunos preceptos de la historia del arte, particularmente las proposiciones matéricas y el ascetismo visual de la corriente minimalista.

La propuesta se desarrolla bajo la tutela de una matriz reticulada que tiene el doble propósito de racionalizar la experiencia perceptiva y exaltar la uniformidad. En este caso, la ontología de lo pictórico recae tautológicamente sobre los atributos del material, mientras su apreciación y valoración queda supeditada a un régimen codificado que no atiende los valores estéticos o narrativos, sino a la conformidad estricta con las normativas de calidad productiva. Según esta paradoja, la obra parece ser la sustancia cromática que la constituye, pero los criterios que le otorgan o niegan pertinencia son ajenos a su naturaleza.

El problema que aquí se abre no atañe únicamente a las exigencias de la industria del color, pues también afecta los criterios de legitimación del arte pictórico. En consecuencia, el oficio de pintar se diluye en una actividad repetitiva que busca la consecución redundante de un mismo resultado, cuya expresión ideal es la obtención de un color standard. Naturalmente, aquí no se trata de inspiración o de expresión, sino de adscribirse estrictamente a los requerimientos de un código prescrito.

Llegado a este punto emergen otras connotaciones que trascienden los significados estéticos. Y es que más allá de su aparente asepsia, “Std. Color” funciona como un símil de lo real. Todo matiz que se desvía de la norma es desechado de la misma forma en que son reprimidos aquellos comportamientos, gustos y deseos que exceden las regulaciones establecidas. Al final, la pulsión controladora busca siempre la uniformidad, aunque el punto de referencia no sea más que un color.

LISA BLACKMORE. EDIFICIO PROGRESO

Edificio Progreso* / Sagrario Berti

En el grupo de fotografías que conforman la muestra Edificio Progreso, Lisa Blackmore enfoca su atención en el registro de la identidad gráfica de compañías distribuidoras de alimentos (Supermercados Cada o Éxito, por ejemplo); en edificaciones (“La Francia”, “Edificio Progreso”, “Hotel Catedral”, “Torre la Previsora”, “Sambil de la Candelaria”); en uno de los íconos de consumo transnacional, la bola Pepsi ubicada en la Torre Polar II (que en estos momentos está siendo desmantelada); en las fachadas de los museos o en el estropeado y profanado pedestal donde estuvo, desde 1934, el monumento “Colón en el Golfo Triste”, derribado por un grupo de oficialistas, hace seis años, en Plaza Venezuela.

Blackmore, en esta serie, elabora un inventario de edificios ubicados en el oeste de la ciudad a través de sus representaciones gráficas: en las cuadras adyacentes a la Plaza Bolívar, en la avenida Urdaneta o en Plaza Venezuela. Registra aquellos que han perdido recientemente su titularidad por mandato de Hugo Chávez. Al mismo tiempo que Chávez expropia la identidad legal de los comercios, confisca y destruye las referencias iconográficas que forman parte de la subjetividad no solo de quienes viven y trabajan en la ciudad, sino también de aquellos que vienen a Caracas a realizar trámites en los ministerios públicos ubicados en el centro. A través de esas acciones de apropiación, el presidente ha usurpado no solamente la propiedad del dueño, también la memoria inmediata de la clase media y de la clase popular, quienes son, por lo general, los transeúntes del oeste de la ciudad. Quienes buscan trabajo en esa zona, pues es allí donde se encuentran las oficinas de la administración pública, junto a locales comerciales de venta al por mayor, o los que van al oeste a comprar cualquier cosa porque es más barato que en el este.

En Venezuela, donde se enaltece al “progreso” a través de la “urbanidad” que impone la arquitectura civilizada, las fotografías de Lisa están alejadas tanto de la representación melancólica como de la archiconocida narración de la “modernidad” arquitectónica o las entusiastas discusiones sobre cultura urbana. Y si bien parecen tomar como referente concreto el espacio inmóvil de los edificios, el sentido último de las imágenes se encuentra fuera de lo que representan: orientan la lectura al inmediato espacio y tiempo, a un contexto que delata la degradación actual del Estado.

Las fotografías de Edificio Progreso no son bellas –aunque están bellamente enmarcadas- ni tampoco souvenirs. Con ellas se constituye un repertorio cuestionador de las políticas de la administración del gobierno Bolivariano.

Conviene recordar que las imágenes fotográficas movilizan esencialmente la memoria afectiva cuando representan elementos familiares o del pasado individual, pero cuando documentan un pasado colectivo o se erigen en documentos certificadores de hechos, las fotos ponen en circulación otros significados, que no necesariamente inducen actos evocadores. Las fotos de las montañas de cadáveres tomadas después de la liberación de los campos de concentración nazis, por ejemplo, más allá de sugerir dolor, narran el horror del ejercicio del poder totalitario. El significado de esas fotos salta la barrera de la muerte infligida y se deposita en la violencia del agresor y sus aliadas e intrincadas patologías. Así mismo, y salvando todas las distancias, la fotos de Edificio Progreso no están destinadas a recordar o reactualizar el mandato del “prohibido olvidar”, ni tampoco pueden ser concebidas como “regalos que dan testimonio de buen afecto” –que es una de las acepciones del término souvenir-, que podemos trasladar a la casa para recordar un determinado lugar y tiempo. Estas fotos certifican, testifican y recriminan al dedo apuntador del gobernante totalitario.

Blackmore estructura un discurso desde la mirada del antropólogo contemporáneo y sin establecer comparaciones o tramar jerarquías; nos ofrece un muestrario que relata la inmediatez, nuestro día a día, registrado en soportes de película, a color, polaroid vencida.

La polaroid fue uno de los medios fotográficos populares en la década de 1960, utilizado por amateurs en sus vacaciones ya que la imagen se obtiene sin necesidad de recurrir al laboratorio. En la química de este proceso analógico, el proceso de revelado y fijado de la imagen se encuentra incluido en cada hoja fotosensible que se inserta en la máquina fotográfica. Posteriormente, en los años 80, la corporación Polaroid se dedicó a promocionar la película en el medio artístico, para que artistas como Lucas Samaras o David Hockney y muchos otros, experimentaran con las posibilidades del medio. De ahí surge una tendencia fotográfica que transgrede los valores de la composición pictorialista, y permite que las imágenes sugieran informalidad e instantaneidad y no alta definición o la clásica “calidad visual”, una manera de borrar las barreras entre el aficionado y los fotógrafos de “oficio” y subvertir las cualidades de la fotografía modernista y de modernidad.

Finalmente, podría parecer que Lisa utilice el soporte polaroid adoptando la posición del aficionado –no turista- que se empeña en expresar y concretar una cotidianidad troceada, desvencijada y descolorida, elaborando un reportaje gráfico cuya calidad “artística” es irreproducible en los medios impresos -de los periódicos, por ejemplo- por la palidez del color. Sin embargo, acertadamente esos fragmentos tenues son enmarcados en cajas acrílicas, en las que cada imagen se nos ofrece suspendida –excepto, hay que señalarlo, las de las fachadas de museos caraqueños-. Pero tanto el soporte como el dispositivo de presentación de las desteñidas imágenes son una trampa que atrapa al espectador, enfrentado, por un lado, a imágenes que simulan antigüedad –aquello que propicia la evocación, el pasado- y, por el otro, a un simulacro de reportaje que, además, se nos ofrece mediante una instalación claramente connotada: estamos ante un hecho digno de ser enmarcado, colgado y mostrado.

Pero esta trampa es la de un buen cazador, el que no se distrae en busca de su presa. La mirada del espectador –la presa codiciada- se ve obligada a resolver la aparente contradicción entre lo memorístico-efímero del soporte y la institucionalización estética del montaje. Y sólo puede hacerlo de una manera: integrando en esta paradoja el referente único de la serie: esas representaciones de edificios y monumentos que, lejos de cualquier mitificación de lo urbano, captados en su desvencijada soledad, han perdido o han sido despojados de sus funciones.

En última instancia, trampa de la ironía. Ironía que, conviene recordarlo, en su origen –la eironía griega- significa engaño, simulación y, sobre todo, ignorancia fingida. Lisa Blackmore, con esta serie, nos enseña una virtud de la mirada irónica que, sobre todo en este tiempo de brutales imposiciones, redime del paralizante peso de la memoria nostálgica sin proponer la alternativa falaz de la estetización de lo urbano. Una vía estrecha, pero tal vez la más lúcida.

* Intervención en el conversatorio sobre “Ciudad y memoria” en el marco de la exposición “Edificio progreso” de Lisa Blackmore en el Anexo / Arte Contemporáneo. Caracas, 03 de julio de 2010

Ciudad instantánea* / Lorena González

E ntre los más recientes sucesos de la escena global, destaca la proliferación de un mundo dominado por la cultura de la imagen. En esta contingencia se engrana un complejo juego de espejismos y realidades, apariencias, posibilidades, evanescencias, encuentros y falsas aseveraciones que van construyendo el día a día de la mayoría de los procesos que constituyen la vida ciudadana. Tal y como apunta Celeste Olalquiaga en el epílogo de su libro Megalópolis, el curso de lo urbano ­dominado por el rumor infinito de la imagen­ ha transformado el panorama estructural de la urbe en un lugar transitorio y olvidado, un espacio inaprensible donde incluso los testimonios de la ciudad y el cuerpo parecen vagar como velados detritus, escombros apilados en medio de los cuales intentamos encontrarnos.

Al recuerdo de esta reflexión y como si de una traslación directa se tratara, me ha llevado la exhibición titulada Edificio progreso, primera individual de la investigadora Lisa Blackmore inaugurada a comienzos de junio en la galería El Anexo, que está ubicada en San Bernardino.

La muestra está integrada por un grupo de 25 fotografías polaroid, las cuales fueron tomadas por la creadora en una suerte de itinerario personal de documentación de edificaciones emblemáticas (paralizadas, suspendidas, abandonadas, transformadas...) en la ciudad de Caracas.

La secuencia reclama con persistencia la inquietud visual del espectador. Frente a nosotros se suceden los encuadres de arquitecturas vulnerables que también han formado parte de nuestra vida urbana: varias sedes de la antigua imagen del Banco de Venezuela, la construcción suspensa del centro comercial Sambil en Candelaria, el inacabado proyecto del Leander en el parque Francisco de Miranda, un cartel del edificio La Francia, una valla de la cadena de supermercados Éxito y de Cada, junto con algunos panoramas iconográficos que rodean Plaza Venezuela... la esfera de Pepsi-Cola sobre la Torre Phelps, el reloj de La Previsora y los restos de la estatua de Colón, entre otros. En el centro de la sala, una serie especial se desprende de la secuencia ya citada para dar paso a las ocho fachadas de las infraestructuras que en la actualidad soportan la problemática institucionalidad de nuestros caraqueños museos nacionales: ese lugar de preservación y difusión del símbolo y la imagen, de producción de la creatividad y el conocimiento sobre cuyos destinos inciertos vagamos en la actualidad.

Sin embargo, la propuesta de Blackmore no es una simple documentación gráfica de estos lugares. En su acción también subyace la esencia de un mecanismo particular que desde las estrategias del arte contemporáneo reúne en estas obras las aristas de un movimiento profuso y cíclico: en primer lugar, el uso de la técnica instantánea de la Polaroid y de una película velada en cada toma fotográfica, con lo cual reconstruye la búsqueda conceptual a la que remite desde las marcas vetustas del formato de cada pieza; luego, la sugerencia de un recorrido corporal en el que el sí mismo observa, selecciona, revive, fragmenta, suspende los pasos y la respiración de su mirada confrontada con ese volátil bastimento citadino; por último, una acertada museografía en la que cada una de estas interrelaciones entre el individuo y la ruina se convierten en momentáneos y exquisitos objetos "museables", dolorosos souvenirs de esas poéticas de una memoria individual que la creadora moviliza para convertirlas en instantáneas urgentes y colectivas, hermosas y paradójicas reliquias de ese sombrío "presente provisional" que gobierna el curso de nuestro país.

* El Nacional / Esto es lo que hay. Artes Visuales. Caracas, martes 29 de Junio de 2010 Escenas/2

Lisa Blackmore. Edificio Progreso

“… nos cubrimos del polvo de las demoliciones (…) para que comience a levantarse -acaso más feliz- la Caracas del siglo XXI”

Mariano Picón Salas. Caracas, 1957

Bajo el título de “Edificio Progreso”, Lisa Blackmore presenta su primera individual, compuesta por una serie de fotografías Polaroid realizadas con películas vencidas. El tema central de estos trabajos se inscribe en la naturaleza frágil y volátil de la memoria histórica, mostrada a través de la representación del paisaje urbano de Caracas, erigido como epicentro del campo de batalla simbólico por la construcción del sentido histórico de la ciudad. Son imágenes de apariencia vetusta donde el presente languidece rápidamente entre el “polvo de las demoliciones” para convertirse en ruina anticipada, acaso emulando la expiración forzada de los usos y significados que solían tener los sitios retratados.

Instituciones bancarias, cadenas de supermercados, comercios y empresas aseguradoras, exhiben sus fachadas descoloridas, casi siempre en contrapicada, exacerbando la fuga ascendente o lateral de las perspectivas. Incluso los museos y monumentos - lugares con vocación de perpetuidad - muestran su fragilidad, como si ya no hubiera un solo lugar seguro para la memoria.

En este caso, el potencial efímero del soporte elegido es equivalente a la finitud acelerada de esa arquitectura asediada por los cambios de propiedad, nombre o función. Tarde o temprano las imágenes y sus referentes no serán otra cosa que el vestigio de un tiempo no cronológico, cuyo destino se amolda en símbolos fenecidos en el propio instante de su instauración. Entonces, habrá que escarbar entre esos desvanecimientos, bajo las cornisas sin estuco y detrás de los letreros de reemplazo, para encontrar los signos cambiantes de una ciudad sitiada por la amnesia.

Por lo pronto, las fotografías de Blackmore abordan de manera crítica los dilemas de la construcción de la ciudad como discurso, a través de una poética y política de lo exiguo que no versa sobre la idea de creación, recuperación, o abandono del espacio de la ciudad y sus formas; sino de su aletargado aniquilamiento simbólico, su exterminio. Retrata la agonía del espacio y las formas que lo conforman, condenados a desaparecer en el silencio que rige el olvido.

El Anexo / Arte Contemporáneo

Edificio Progreso

La memoria no es un instrumento para la exploración del pasado, sino su teatro. Es el medio de lo vivido, como la tierra es el medio en el que las ciudades muertas yacen sepultadas. Quien se trate de acercar a su propio pasado sepultado, debe comportarse como un hombre que cava.

Walter Benjamin

Este trabajo aborda el paisaje urbano para crear una memoria sintetizada del volátil imaginario de una ciudad cuyos espacios son concebidos como territorios que deben ser conquistados o borrados de la memoria. Condenados a la desaparición, en el proceso de desvanecerse, o tal vez próximo a hacerlo, los lugares retratados aluden a cómo se inscribe la historia sobre esta ciudad ­­- espacio que funciona como un teatro para legitimar unas ideas y rechazar otras.

Hechas en película Polaroid vencida, estas fotografías buscan materializar la fragilidad del entorno y la memoria de sus habitantes. Este soporte - que también está al punto de desaparecerse - representa un intento ambiguo de construir memoria como un objeto físico, porque aunque el recuerdo y el registro obtengan mayor valor gracias al escasez del material, la imagen en sí está condenada al olvido. Es decir, la Polaroid - como las demás fotografías impresas - tiene una expectativa de vida recortada.

De esta manera, cada una de estas fotografías es un objeto único e irrepetible de un momento particular pero, como el patrimonio y la memoria misma, dependen de condiciones que favorecen su conservación para que el pasado no se desvanezca en el olvido.

Lisa Blackmore

Abril, 2010

ESSO ÁLVAREZ. MAL DE ORIGEN (A PETRE MAXIM)

TEXTO: Esso Álvarez / Mal de origen (A Petre Maxim)

Según Jacques Derrida no habría necesidad de archivos sin la amenaza del olvido, situando el problema de la memoria entre el deseo de conservación y el impulso de destrucción. En una época agobiada por la amnesia –indica el autor– el “espectro de la violencia edípica”, conduce al “mal de archivo” (Cfr. ed. Trotta, Madrid, 1997), una anomalía estructural que comienza en el propio lugar donde se asientan los legajos del origen. Semejante idea parece enmarcar la más reciente exposición de Esso Álvarez, quien rescata y recrea parte del trabajo fotográfico de Petre Maxim (Bucarest, Rumania, 1913) para mostrarnos una arista inusitada de la imagen en cuanto documento cultural.

La muestra reúne una serie de fotografías que reproducen algunas obras distintivas del arte venezolano e internacional, pertenecientes a colecciones públicas y privadas del país. Inicialmente, dichos registros fueron encargados a Maxim para su incorporación en publicaciones especializadas (libros, catálogos, folletos, afiches), muchas de las cuales aún circulan en librerías y bibliotecas. Álvarez recibió los negativos con daños irreversibles, pero provistos de una sugerente plasticidad, en la que se mezclan el esplendor de las piezas originales y la impronta configurante del deterioro.

Las imágenes seleccionadas actúan como una membrana especular de dos caras, aludiendo –simultáneamente– al campo institucional de donde provienen y a la naturaleza de los medios empleados. Por un lado, la cuestión del museo y el archivo como contenedores de la memoria; por el otro, la permanente fricción que se manifiesta entre lo fotográfico y lo pictórico, dadas las cualidades texturales y cromáticas generadas por la descomposición de la superficie emulsionada.

“Mal de origen (A Petre Maxim)”, título de la muestra de Álvarez, produce la misma sospecha que suscitan los archivos y colecciones a las que pertenecen las obras de referencia. Bajo la atractiva apariencia de estos trabajos y más allá de sus resonancias poéticas, la propuesta apunta hacia un tópico controversial y de actualidad, relacionado con la protección del patrimonio artístico. Las manchas, desprendimientos y superposiciones que hay en estas copias fotográficas son los síntomas de una pulsión amenazante, que revela –aunque sólo sea de manera simbólica- la vulnerabilidad de la memoria y de los sitios donde esta se aloja.

En ese punto, Álvarez deviene en coleccionador de ruinas iconográficas, creando un archivo de imágenes malogradas, cuyo sentido rebasa las expectativas del documento para transformarse en discurso alegórico. En consecuencia, la exposición se asienta en una falla primigenia que subvierte los métodos de catalogación basados en el ordenamiento lógico de la data según el autor, la técnica, el período o el lugar de procedencia de las obras. De esta manera, las piezas en cuestión configuran una genealogía promiscua y llena de anacronismos, lo cual permite la convivencia e interacción de distintos procedimientos, períodos y credos estéticos. En medio de ese caos premonitorio, la mirada debe sortear las fluctuaciones y ambigüedades de la imagen para reconstruir el relato de su origen o para abandonarse definitivamente a la deriva del sentido.

TEXTO: Juan José Olavarría / Mata que dios perdona

“Mata que Dios perdona”, título extraído de una canción homónima del Trío Matamoros, sirve de hilo conductor de la propuesta expositiva de Juan José Olavarría (Valencia, 1969), quien aborda el problema de la violencia ejercida por grupos irregulares en poblaciones fronterizas del territorio venezolano. La muestra incluye audio, instalación, video, objetos, fotografías y dibujos en los que se proyecta la imaginería del horror, a partir de la noción de “contramuerte”, cuyo objetivo es generar el miedo y quitarle la dignidad a la persona, incluso después de ser ultimada.

Olavarría parte de referencias goyescas –particularmente la serie “Los desastres de la guerra” (1810-1815) -, las cuales combina con recursos propios del arte religioso, buscando cierto efecto aurático en las imágenes por medio de la estructuración jerárquica de los elementos en el espacio, el énfasis en las composiciones simétricas, el reforzamiento  gráfico de las formas y empleo de recursos narrativos. Desde allí opera una suerte de sublimación crítica de la violencia que trae a primer plano la transmutación de lo grotesco en sagrado.

“Mata que Dios perdona” contradice irónicamente uno de los diez mandamientos que promulgan las tablas de la Ley de Moisés. Esa aparente ligereza descubre la anomia ética y el desamparo jurídico que sirve de coartada a quienes cercenan vidas ajenas sin recibir castigo. Se trata en realidad de una reconstrucción fragmentaria del clima de impunidad y silencio que rodea a las víctimas del crimen. En definitiva, esos cuerpos mutilados o en descomposición -arrojados a la intemperie como bultos- no tienen otra redención que la de ser  una cifra trágica en las estadísticas. Aún así, los trabajos de Olavarría no buscan compasión ni moraleja alguna; tan sólo intentan explorar un marco de visibilidad ante esta problemática.

Cierra el conjunto una obra centrada en la deconstrucción gráfica de la bandera mirandina, convertida en una trama de líneas incisas sobre metal. En la secuencia quedan separados el amarillo, el azul y el rojo; acaso una metáfora del cuerpo desmembrado. Trabajada en estadios sucesivos, la imagen del tricolor nacional permanece tiesa, como si el material que le sirve de soporte fuera una lápida. De cierta manera, la pieza demarca el horizonte contextual que sirve de escenario a la idea central de la exposición, al tiempo que retoma algunos aspectos recurrentes en propuesta del artista, a propósito de los símbolos, la memoria y el documento.

Independientemente de los procedimientos empleados y de la forma en que ellos se manejan, “Mata que Dios perdona” tiene un sustrato documental que apunta hacia hechos y sucesos de la vida  doméstica en el país, algunos de los cuales se asocian a percepción mediática del delito y otros a la naturaleza geopolítica de los mismos. En cualquier caso, las imágenes recreadas por Olavarría siguen siendo un dispositivo de probada efectividad contra la amnesia.