“Noche de Luciérnagas” / Una tradición fuera de registro
Fotografías de Gustavo Marcano
El más grande acto de travestismo que tiene una cultura es el carnaval. Allí la gente se convierte en cualquier cosa: dragón, reina, asno, sirena o híbrido vegetal. Las máscaras y disfraces hacen que cada quien encarne el personaje que prefiera por unos instantes. Como advierte Mijail Bajtin el carnaval constituye “una huida provisional de los moldes de la vida ordinaria”, porque supone “el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes”.
Sin embargo, cuando el transformismo se manifiesta en medio de los jolgorios carnestolendos la cuestión se vuelve singular, a pesar de que ocurre en ese marco de tolerancia que antecede a la cuaresma cristiana. Porque no es lo mismo disfrazarse por divertimento, que hacerlo para proclamar o reafirmar una identidad emergente, distinta a la prescrita biológicamente. Ese es, precisamente, el objeto de atención de las fotografías de Gustavo Marcano (San Tomé, Edo. Anzoátegui, 1963), a propósito de La noche de las Luciérnagas, una velada que desde hace varios años se desarrolla en un club familiar de Carúpano, en paralelo con la celebración del carnaval en esta localidad. Allí, la nocturnidad y el esplendor dionisíaco de las fiestas disimulan la carne moldeada con tirro, medias pantys y destellos de plumas.
Ciertamente, la fotografía documental en Venezuela ha dejado testimonio de las fiestas populares (tanto religiosas como paganas), incluyendo el carnaval. Lo que ha permanecido “fuera de registro” son aquellas escenas colaterales que subvierten de manera enfática los estereotipos sociales y desafían los modelos de identidad vigentes.
Marcano pone su mirada en los malabares cosméticos de un grupo de jóvenes decididos a expresar su verdadera orientación sexual en el marco del carnaval. Lo que para otros es un disfraz para ellos es un rito de tránsito o una iniciación que ocurre de cara a la escena pública. Ante esto, el fotógrafo registra los momentos previos al espectáculo, mientras los participantes se acicalan para el desfile, siguiendo la transformación física de los protagonistas paso a paso: el ocultamiento de sus genitales, el teñido del cabello, los peinados, el maquillaje y el vestido. Detrás de las cortinas, en camerinos improvisados, los jóvenes adaptan sus cuerpos a la imagen deseada.
Entre tanto, el carnaval sigue su curso con carrozas, comparsas y fuegos artificiales. Es el momento de la permisividad y de la inversión de roles, es la ocasión en que lo sublime pierde su solemnidad y lo grotesco conquista la aprobación colectiva. A fin de cuentas, el carnaval es un espacio donde se suspende el papel regulador de la norma (al menos temporalmente). Es, en fin, el momento en que las máscaras afloran y las identidades se asumen como construcciones dinámicas e ilusorias.